Hacía mucho frío en la calle. Pero mucho. Llovía. Mucho también. Odio el invierno, gruñó para sus adentros Domingo. Era Lunes, y aquella era una infernal manera de empezar la semana. Para él, hombre del sur, tal vez la peor. La puerta giratoria del gran hotel de la plaza en la que se encontraba le lanzó una bocanada de aire caliente que por unos segundos le reconfortó. Y le invitó a entrar.
Una vez en el hall, Domingo se sintió mejor. Disimuladamente se sacudió el agua que esquivando a su paraguas se había acumulado sobre sus hombres y avazó hacia no sabía dónde, siguiendo el delicioso aroma del café recién hecho. Por lo ridículo de la situación y lo desmejorado de su aspecto no quiso preguntar a la joven recepcionista por la cafetería del hotel, así que decidió guiarse por su olfato.
Tras cruzar el impresionante hall circular inició su particular búsqueda por un elegante pasillo que conducía otro no menos elegantes pero sí más pequeño hall. Temiendo que el también elegante ascensorista que allí esperaba, en una posición más que marcial de firmes, le invitase a entrar en el ascendor y le preguntase a qué piso se dirigía, decidió seguir el rastro del café tomando las escaleras. Porque a él, su nariz nunca le engañaba. Veinticinco años trabajando com comercial en una importante empresa perfumera había educado a la perfección su sistema olfativo y ahora, tenía muy claro que el aroma de su reconstituyente favorito venía de las alturas.
Primer piso. Negativo. Saludó cordial pero fugazmente a una atareada gobernanta y siguió hacia delante. Mejor dicho, hacia arriba. Ya en el tercer piso del hotel, sus receptores olfativos se pusieron en señal de alerta. El codiciado café estaba cerca. Buscó la cafetería. Nada. El bar. Nada. ¿La cocina, tal vez? Nada de nada.
Domingo sabía que el café estaba allí. Seguro. Y sin embargo, no encontraba el origen de aquel aroma. Y eso le ponía mucho más nervisos que la cafeína. De repente, su instinto le hizo detenerse cual depredador ante su despistada presa. y se detuvo delante de la puerta número 316. Era una habitación. La ansiedad y el frío que todavía congelaba sus huesos pudieron más que su sentido del ridículo y decidió llamar.
Un hombre más o menos de su misma edad, abrió la puerta, cauteloso.
Domingo, ya totalmente decidido, se adelantó al huésped: Buenas, perdone la intromisión, necesito café. La historia que ha traído hasta aquí es un tanto extraña. Lo sé. Pero, ya estoy aquí y, disculpe de nuevo la intromisión, ¿sería tan amable de invitarme a un café?
Sentados a los pies de la cama y saboreando sendos cafés, Domingo contó ya más relajado, su periplo a su anfitión. Leopoldo, que asñi se llamaba el hombre de la habitación 316 escuchaba entretenido mientras esbozaba una curiosa sonrisa. Tan curiosa que al final de su explicación, Domingo, curioso también, le preguntó el porqué de su actitud. Después de preparar dos nuevos expresos en la máquina de café última generación que reposaba sobre una especie de cómoda de diseño escandinavo, Leopoldo inició su relato: Verás, Domingo, andaba cerca de aquí cuando, aceleradas por el sonido de la lluvia, unas insoportables ganas de ir al baño me hicieron entrar en el hotel. Por vergüenza, empapado como estaba, no pregunté a nadie por los aseos, así que buscando, buscando, llegué hasta esta planta. No podía más, y al ver la puerta de la habitación 316 abierta decidí entrar y aliviarme. Por fortuna no había nadie. Después vi la máquina de café reconstituyente favorito, y bueno... que más puedo contarte. Que ésta será la cuarta taza.
Los dos hombres riéron como hacía tiempo que no lo hacían. Hablaron de sus cosas. De sus trabajos, de sus familias, de sus pueblos. Hablaban y hablaban mientras que esparaban a que la lluvia cesara. Aunque la verdad estaban tan agusto allí con sus cafetitos, que ya poco les importaba el temporal que les había hecho conocerse. A las dos horas de charla, de teléfonos móviles compartidos, de e-mails de uno y de otro, de cuando en verano vengas a Mijas no dudes en llamarme, de oye que ya sabes que tienes casa en Alicante (¡hay que ver lo que une un café!), alguien llamó a la puerta, incisivo. Toc, toc, toc, toc, toc.
Domingo y Leopoldo se levantaron al mismo tiempo y se acercaron a la puerta. Se miraron antes de abrir pensando sion decirse nada que su estancia allí estaba a punto de terminar. Que había sido un bonito, pero que un nuevo huésped, ésta vez con reserva, o algún miembro del personal del hotel iba a poner punto y final a su increíble historia. Pensando también sin decirse nada en cómo iban a explicar a quien quiera que fuese qué demonios hacían allí dos hombre tomando café en la habitación 316, abrieron la puerta.
Ante ellos apareció un hombre más o menos de su edad, calado hasta los huesos. El recién llegado no tuvo tiempo ni de abrir la boca cuando, el anuísono y entre risas, los dos amigos le dijeron: Pase, pase. Hay un café buenísimo en esta habitación.
Una vez en el hall, Domingo se sintió mejor. Disimuladamente se sacudió el agua que esquivando a su paraguas se había acumulado sobre sus hombres y avazó hacia no sabía dónde, siguiendo el delicioso aroma del café recién hecho. Por lo ridículo de la situación y lo desmejorado de su aspecto no quiso preguntar a la joven recepcionista por la cafetería del hotel, así que decidió guiarse por su olfato.
Tras cruzar el impresionante hall circular inició su particular búsqueda por un elegante pasillo que conducía otro no menos elegantes pero sí más pequeño hall. Temiendo que el también elegante ascensorista que allí esperaba, en una posición más que marcial de firmes, le invitase a entrar en el ascendor y le preguntase a qué piso se dirigía, decidió seguir el rastro del café tomando las escaleras. Porque a él, su nariz nunca le engañaba. Veinticinco años trabajando com comercial en una importante empresa perfumera había educado a la perfección su sistema olfativo y ahora, tenía muy claro que el aroma de su reconstituyente favorito venía de las alturas.
Primer piso. Negativo. Saludó cordial pero fugazmente a una atareada gobernanta y siguió hacia delante. Mejor dicho, hacia arriba. Ya en el tercer piso del hotel, sus receptores olfativos se pusieron en señal de alerta. El codiciado café estaba cerca. Buscó la cafetería. Nada. El bar. Nada. ¿La cocina, tal vez? Nada de nada.
Domingo sabía que el café estaba allí. Seguro. Y sin embargo, no encontraba el origen de aquel aroma. Y eso le ponía mucho más nervisos que la cafeína. De repente, su instinto le hizo detenerse cual depredador ante su despistada presa. y se detuvo delante de la puerta número 316. Era una habitación. La ansiedad y el frío que todavía congelaba sus huesos pudieron más que su sentido del ridículo y decidió llamar.
Un hombre más o menos de su misma edad, abrió la puerta, cauteloso.
Domingo, ya totalmente decidido, se adelantó al huésped: Buenas, perdone la intromisión, necesito café. La historia que ha traído hasta aquí es un tanto extraña. Lo sé. Pero, ya estoy aquí y, disculpe de nuevo la intromisión, ¿sería tan amable de invitarme a un café?
Sentados a los pies de la cama y saboreando sendos cafés, Domingo contó ya más relajado, su periplo a su anfitión. Leopoldo, que asñi se llamaba el hombre de la habitación 316 escuchaba entretenido mientras esbozaba una curiosa sonrisa. Tan curiosa que al final de su explicación, Domingo, curioso también, le preguntó el porqué de su actitud. Después de preparar dos nuevos expresos en la máquina de café última generación que reposaba sobre una especie de cómoda de diseño escandinavo, Leopoldo inició su relato: Verás, Domingo, andaba cerca de aquí cuando, aceleradas por el sonido de la lluvia, unas insoportables ganas de ir al baño me hicieron entrar en el hotel. Por vergüenza, empapado como estaba, no pregunté a nadie por los aseos, así que buscando, buscando, llegué hasta esta planta. No podía más, y al ver la puerta de la habitación 316 abierta decidí entrar y aliviarme. Por fortuna no había nadie. Después vi la máquina de café reconstituyente favorito, y bueno... que más puedo contarte. Que ésta será la cuarta taza.
Los dos hombres riéron como hacía tiempo que no lo hacían. Hablaron de sus cosas. De sus trabajos, de sus familias, de sus pueblos. Hablaban y hablaban mientras que esparaban a que la lluvia cesara. Aunque la verdad estaban tan agusto allí con sus cafetitos, que ya poco les importaba el temporal que les había hecho conocerse. A las dos horas de charla, de teléfonos móviles compartidos, de e-mails de uno y de otro, de cuando en verano vengas a Mijas no dudes en llamarme, de oye que ya sabes que tienes casa en Alicante (¡hay que ver lo que une un café!), alguien llamó a la puerta, incisivo. Toc, toc, toc, toc, toc.
Domingo y Leopoldo se levantaron al mismo tiempo y se acercaron a la puerta. Se miraron antes de abrir pensando sion decirse nada que su estancia allí estaba a punto de terminar. Que había sido un bonito, pero que un nuevo huésped, ésta vez con reserva, o algún miembro del personal del hotel iba a poner punto y final a su increíble historia. Pensando también sin decirse nada en cómo iban a explicar a quien quiera que fuese qué demonios hacían allí dos hombre tomando café en la habitación 316, abrieron la puerta.
Ante ellos apareció un hombre más o menos de su edad, calado hasta los huesos. El recién llegado no tuvo tiempo ni de abrir la boca cuando, el anuísono y entre risas, los dos amigos le dijeron: Pase, pase. Hay un café buenísimo en esta habitación.